OTRA VEZ, POR FAVOR
Cuando éramos pequeños teníamos siempre un cuento preferido, solía ser uno de los más grandes, de los más difíciles de leer. Era el libro con el que cargábamos persiguiendo a nuestro adulto preferido por el cuarto de estar esperando para que pusiera voces para que la historia fuera mágica. Conocíamos el final, podíamos contarlo de memoria, sabíamos que el bien triunfaba siempre al final y cuando llegábamos al "Y vivieron felices" decíamos siempre lo mismo: "Otra vez, por favor".
Fuimos creciendo y descubrimos que los buenos no siempre ganaban, que las historias no siempre terminaban con un "Y vivieron felices" y los libros que más nos costaba leer ya no eran nuestros preferidos.
Nos enamoramos del cine, porque, a falta de adultos en el cuarto de estar, aunque existieran los finales tristes, a veces los contaban nuestros actores preferidos, y sabían poner voces en las mejores partes de la trama.
Sin embargo, ya nunca queríamos sabernos la historia de memoria, el desenlace tenía que ser sorpresa porque había que averiguar si el bien iba a triunfar.
Si de pequeños nos hubieran dicho que así acabaría nuestra historia de amor con los finales felices nos habríamos escondido debajo de la cama durante al menos una semana.
Es por eso que pedimos perdón a nuestro niño interior y buscamos historias mágicas, de esas en las que al final el mal pierde y se alza el amor, de esas que no necesitan sorpresas y no por ello son peores, sino que cuando acaban, cuando termina la narración, sabiendo ya el final, sea de memoria o esta vez puede que no, presionamos el botón de rebobinar mientras pensamos siempre lo mismo: "Otra vez, por favor".